Wednesday, 1 June 2011
otra forma de comer
I
Los años que van de 1919, digamos, a 1945 son monstruosos. No es totalmente arbitrario arrancar la lista de horrores con los juegos mentales pintados sobre el fondo angular, desquiciante, del doctor Caligari, hipnotizador, y el sonámbulo Cesare (“lleva dormido veinte años…”), que en su sueño puede predecir el futuro y al que Caligari fuerza a matar. Ese horror es también un comentario político: Caligari es el Estado y Cesare las masas enviadas a matar y a morir por millones. (Cuando la estrenaron, se decía que Caligari era “cubista”, pero ya está claro que no tiene mucho que ver con el movimiento de Picasso y Braque, que trata de perspectivas sobrepuestas y simultáneas, sino con el expresionismo, que fuerza las perspectivas convencionales y las convierte en configuraciones cargadas de emoción.) En 1921 Nosferatu sobrepuso, por primera vez en el cine, lo animal y lo humano: la imagen de ese conde Orlock, en un traje largo y negro, con la cara de una rata deforme, produce un horror que cuesta mucho trabajo sobrellevar. Willard Huntington Wright había dicho que Caligari representaba “la inevitable línea por la que el cine debe evolucionar”: Nosferatu, pavorosamente, le daba un principio de razón. También esos pestilentes fotogramas olían a los despojos de la guerra: el fantasma de los muertos que camina junto a nosotros. Hubo, claro, más películas con un profundo sentido del doppelgänger: El Golem de Paul Wegener, Las manos de Orlac, dirigida, como Caligari, por Robert Wiene, El estudiante de Praga de Henrik Galeen (que había decorado Nosferatu)… Y el Théâtre du Grand Guignol, fundado en 1897 en París, para mediados de los veinte ya era famoso por su hipersanguinario y realista repertorio de historias de violencia extrema, cuyo chef d’horreur era el delirante André de Lorde. Y vinieron las desfiguraciones de Lon Chaney, con la piel como estirada en El fantasma de la ópera y la dentadura de tiburón en London alter midnight (1927), el primer abismo de Tod Browning, que después haría Drácula, con fortuna monetaria, y Freaks, que pertenece al cineclub del infierno. Eran tiempos jodidos, “espartanos”, célibes: los vampiros cambiaban pitos y vaginas por el colmillo y el cuello, Frankenstein daba vida por fin despachando de la mujer (“With my own hands!”), el doctor Jekyll se dividía en dos como una amiba y los freaks mostraban los resultados espantosos que puede tener un coito cualquiera. King Kong destruye Nueva York y muere en la cima de un falo, con el trofeo de Fay Wray en la mano. Hay asesinatos en la rue Morgue, con la linda Arlene Francis crucificada casi en cueros por Lugosi; hay una Isla de las Almas Perdidas (1932) con animales transmutados a antropoides (o al revés) y un Charles Laughton que es puro pelo; hay quemaduras más allá de los grados en el Mistery of the Wax Museum y el hombre lobo (1941) y la primera Mujer pantera también (1942). Ya Abel Gance, en 1937, había hecho marchar a los muertos (soldados realmente deformados por la guerra) al lado de los vivos en J’Accuse...
II
Pero nada de eso nos había preparado para los Tres estudios de figuras en la base de una crucifixión que Francis Bacon exhibió en la Lefevre Gallery de Londres en abril de 1945. En el Guernica (1937) Picasso había adelantado la demolición del ser humano, distorsionándolo y rompiéndolo hasta el pavor y el final de las esperanzas, pero Bacon va más allá: estos organismos han dejado de ser humanos: son "abstracciones" depredadoras (el origen de la figura de en medio, al parecer, se puede localizar en dos obras destruidas de Bacon: Abstraction y Abstraction of the human form), con un hambre total, insensata, plana, y un grito de dolor sin sentido también: ¿en la base de qué invisible crucifixión sufren estas criaturas? John Russell describió así su pavura: “A la derecha de la puerta había imágenes tan interminablemente horribles que la mente se cerraba a su vista. Su anatomía era mitad humana, mitad animal, y estaban confinadas a un espacio de extrañas proporciones, con el techo bajo y sin ventanas. Podían morder, sondar, mamar, y tenían largos cuellos de anguila, pero su funcionamiento en otros aspectos era un misterio... Lo que tenían en común era una voracidad mecánica, una gula automática, una capacidad de odio rapaz e indiferente. Las tres parecían acorraladas, nada más esperando la oportunidad de arrastrar al observador a su nivel.” Los monstruos de galería de Bacon (dice David J. Sakal) “eran algo más torcido que cualquier otra cosa que su hubiera presentado nunca al público, salvo, tal vez, John Merrick, el horripilante Hombre Elefante que captó la atención de la sociedad victoriana”. Voracidad mecánica: dientes en lugar de cara y el grito del atacante y el atacado: Bacon dijo alguna vez: “el grito visual, la imagen en que ves las encías, los dientes, la saliva, los labios, la carne de afuera... Ese grito puede ser el grito del agresor o de la víctima”. Es bien sabido que al terrible Bacon le gustaba desde chavo el grito de la enfermera herida del Acorazado Potemkin de Eisenstein (1925) y el de la mamá en La masacre de los inocentes de Poussin (1630). Unos meses antes de la explosión de agosto de 1945 un loco ya se había despertado a otra forma de comer.
III
En pintura, ésta es la otra forma de comer: no el regodeo cachondo del Caravaggio en los duraznos culos de muchachos, senos pomelos, nabos penes esperando tus caricias, higos vaginas entreabiertas. Eso no. Abre los ojos: comer es enseñar los dientes, los colmillos, la saliva escurriendo por todos lados; comer es, arrinconado, soltar de tarascadas, deglutir mecánicamente carne, huesos, tierra, mierda, sin sentido, sin fin, hasta que empiezas a arrancar tus propios brazos.