"¡cuánto tiempo perdemos discutiendo!" estábamos sentados a la barra de sushi, con cerveza kirin, viendo como el maestro chef meticulosamente rebanaba salmón, atún, jurel; y el aprendiz, en tanto, apenas levemente menos leve, arrojaba el arroz e iba imantando cada grano en una dirección –oriente. luego vinieron tiras translúcidas de pulpo y calamar y anguila, y jengibre en salmuera y wasabi verde pálido. "es como si de algún modo quisieras la muerte, para ya no hablar..." en la banqueta una mujer en leotardo seguida por un leopardo de verdad. por un instante vi, más allá de la hueva de erizo de mar, zonas erógenas de sábalo y besugo; vi, cuando el vapor se disipó, cómo el aprendiz había esculpido lo exquisitos pétalos de rosa no en un metal precioso o en madera o en piedra: ("muy bien podría estar comiendo sola.") en el extremo de una zanahoria: cómo, cuando le presentó al maestro esa obra de arte –¿no es la cima de la arrogancia decir que dios no es más arcano que el sabor del orégano, el orgón, los órganos internos de las bestias y las aves, las minas de arigna, los poemas de louis aragon?–, podría haber sido alabastro o jade lo que el maestro sopesó tan gravemente con una y otra mano, como aquel que jamás confundiría a duns escoto, digamos, con escoto erígena.