He leído en estos días, lleno de envidia, varios testimonios de
quienes fueron sus amigos; con todavía más envidia, los de sus alumnos. Mi
experiencia con Antonio Alatorre, la persona, ese curioso hecho físico de
carne, huesos, sangre y agua, es exactamente computable en cero. Pero no con
Antonio Alatorre, la voz, ese sorprendente hecho de tinta sobre papel, una voz
impaciente con lo ininteligible, maravillada con lo raro, con lo inútil –y con
el retoño de la rareza y la inutilidad: la poesía. Ahí puedo decir que les voy
ganando a muchos. (Puedo decirlo aunque no sea verdad, aunque lo diga para
hacerme una ilusión intransferible e intachable.)
Alatorre no te enseña a amar la poesía: te enseña a leer. Con
paciencia, con la mente y la memoria de veras abiertas. Por ejemplo: en este
verso de Góngora: “En tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada” –el último
del soneto Mientras por competir con tu
cabello, escrito en 1582–, Alatorre enseña a leer a Cervantes y su soneto a
Sancho Panza, que termina así: “¡Cómo pasáis con prometer descanso, / y al fin
paráis en sombra, en humo, en sueño!”, al “antigonorino” Faria e Sousa y el
remate de su soneto Esto, que pronta la
razón advierte: “¿Esto es frente que ha sido coronada?/ ¿Esto fue mano de
jazmín vestida?/ ¡Oh vida! ¡oh sueño! ¡oh sombra! ¡oh punto! ¡oh nada!” Pero
también a Philip Larkin, que en un poema se detiene ante una iglesia, “donde ya
no hay culto porque la gente ya no cree”, y ¿qué es lo que queda? algo de
superstición, y “Grass, weedy pavement brambles, buttress, sky...”; y al
regiomontano Ramiro Garza, cuyo “poemita” Mañana
(1989) dice:
Este escribir, Dios mío...
¡Qué vanidad tan breve y propagada!...
Total, mañana somos
(con todo y escribir)
tierra,
recuerdos,
nada.
Alatorre te enseña a despojarte de opiniones ajenas. Por ejemplo, de
la esotérica lectura que Paz ejerció del Primero
Sueño de sor Juana –publicada en Las
trampas de la fe– para, sencillamente, leer
el poema ejerciendo la propia y acaso ilimitada lucidez de uno mismo. En
sus Cuatro ensayos sobre arte poética da
gusto cómo desmonta los prejuicios propalados por los años o los siglos: de los
romances de Juan de la Cruz dice, contra Dámaso Alonso, “para mí, son
insufribles”; de los bailes de Quevedo, que “son mini-sainetes de tono chusco y
rastrero”; de los autos de Calderón, que, salvo por su variedad métrica, son
“ladrillos teológicos y exegéticos”. Tal vez lo son, tal vez no. La candidez de la voz de Alatorre
te previene: no te fíes, duda.
(Alatorre tiene un artículo “Contra la superstición”, Letras Libres, jul-01.)
Alatorre te enseña el solaz de lo extraño, lo frívolo. Ensayos como
“Palíndromos y retrógrados”, “Consonantes forzados” (por ejemplo: el poema de
Othón en ac, ec, ic, oc); notas como la que está al pie de la
página 135 de su historia del español y que habla del Arte cisoria del nigromante Enrique de Villena (1384-1434), que
enseña el ‘arte de cortar’ con diferentes cuchillos las diferentes carnes.
Agrega Alatorre: “A un moderno le parecerá pueril escribir sobre eso… Pero
¿dónde está el límite entre lo serio y lo frívolo…?” Ese límite, claramente,
existe nada más que en nuestro prejuicioso cerebro. Alatorre, claramente,
sintió el mismo interés por las corrientes más profundas de la poesía que por
sus destellos más superficiales: la profundidad le pudo parecer superficial;
halló hondura en la superficie.
Mi experiencia con Antonio Alatorre, ese hecho físico que terminó el
22 de octubre de 2010, es idéntica a cero. Pero mi copia de Cuatro ensayos sobre arte poética está
llena de papelitos, anotaciones, correcciones, que una vez juré iba a
transcribir a una carta y a llevar a su casa algún día, acaso con un soneto en x que una vez le escribí, en broma. Me
iba a acompañar mi padre. La gravedad –la vida que dios nos quita– me lo
impidió. Ni modo.