Tuesday, 17 February 2015

Migraña: aproximaciones

Primera aproximación
Vamos a acercarnos poco a poco a La migraña, novela póstuma del filólogo Antonio Alatorre (1922-2010), que el FCE publicó hace unos meses. Es una novela corta e inconclusa, 82 páginas, pero honda: se diría que desciende más que “avanza”, que se queda fija en el instante y baja estantes imaginarios de ese instante, explorándolos con una curiosidad incluyente y casi sin fin, como si un niño inteligentísimo explorara un librero de arriba abajo. El símil no es perfecto, ni de lejos, pero algo quedará: la voz de La migraña sí va preguntándose por qué, cómo, por qué, cómo, como un niño pregunta ¿y por qué? insistentemente; a diferencia del niño, la voz busca respuestas dentro de sí misma: en su “percepción”. (Bono: estantes son, etimológicamente, cosas que están; acepción 3 del DRAE: ‘adj. desus. Que está presente o permanente en un lugar.’ Lo estante es característico de esta novela.)

Vamos a leer, cuestión de espacio, hasta la primera aparición de la migraña: 22 páginas hacia adentro de la novela. Guillermo, editor de una revista en el Colegio, se recuesta en su jardín tras haber empezado a leer un artículo sobre un libro de Roberto Arlt; el sol le golpea la cara y él se cubre con el brazo. (“Vaga imagen homérica: guerrero caído, sobre el cual el rubicundo Apolo lanza una tras otra sus agudas saetas, contra las cuales nada puede el escudo.”) Celia sale al jardín y le ofrece un gin and tonic. Él decide ponerse a escribir.

Es un principio de dilación: un escribir para ir dándose un espacio para escribir. Emparentadas con el Ceremonial del moroso de Tomás Segovia, estas primeras páginas detienen el instante y se vuelven sobre él. “No me lanzo a contarlo –escribe Alatorre–, sino que antes de contarlo (y durante la narración misma; lo sé, aunque en este momento siento que el comienzo está todavía lejos) necesito hablar del momento actual…” Atravesada de paréntesis, de revoluciones sobre sí, de arrepentimientos –“me dan envidia… en realidad no sé si me dan envidia”, “esto depende del lector, o más bien depende de mí”, “no, mejor no”–, es una prosa dilatada: morosa. ¿Recuerdan los versos iniciales del Ceremonial? “Empiezo posponiendo/ Empiezo por la pura suspensión/ Por no querer saber cómo empezar.”

No invoco poesía en vano. Estas páginas son, conscientemente, una búsqueda poética. “¿No fue un caso de ‘posesión’, de ‘rapto poético’?”, se pregunta el protagonista sobre su “momento”. También son poéticas en un sentido, digamos, subgenérico. Pertenecen a una tradición en que el poeta, estante, se mete dentro de sí mismo en busca de un instante. El ejemplo más a la mano es Piedra de sol: “y prosigo sin cuerpo, busco a tientas,/ corredores sin fin de la memoria,/[…] busco sin encontrar, busco un instante”.

También son poéticas en que su prosa está tan labrada que de pronto se despeña o se encumbra en verso. Por ejemplo, en este decasílabo melódico puro: “la inocente amiba cristalina”; en este endecasílabo también melódico puro: “un zig-zag anguloso y rapidísimo”; en este dactílico: “una invasión poderosa y terrible”, o en este alejandrino (heroico puro doble): “hilera vertical de dientes puntiagudos”. Además de versos son imágenes hipernítidas: poesía.

Segunda aproximación
Antonio Alatorre: cazador de metáforas. Perseguidor de símiles, apresador de imágenes. En su incansable búsqueda de la definición precisa de unas cuantas cosas, La migraña puede verse, también, como un refinadísimo y profundísimo catálogo de metáforas y otros artefactos verbales. (No digo “incansable” nomás por decirlo; el libro en verdad nunca termina.) En eso puede asemejarse a un texto favorito de Alatorre: el “papelillo que llaman El Sueño”, de sor Juana.

El diccionario de la Academia dice que ‘migraña’ –“del latín hemicranĭa, y este del griego μικρανα”– es ‘jaqueca’, así nomás, y que ‘jaqueca’ es una ‘cefalea recurrente e intensa, localizada en un lado de la cabeza y relacionada con alteraciones vasculares del cerebro’. Y eso probablemente sea cierto en el mundo, este mundo de fierro que compartimos. Pero no en el mundo del poeta. La ‘migraña’, para el cazador de metáforas, es “una invasión poderosa y terrible, una dentellada reluciente azul y amarilla”, es “un desgarramiento obstinado, hecho de una como corriente impetuosa de mercurio”: “un chorro de azogue amarillo y azul, ribeteado a veces de un hilillo de verde bilioso”. Está hecha de “un acero coloreado y reluciente” y, pasado un momento de muecas y párpados apretados, la “malvada, maldita, maléfica migraña, rayo vivo y palpitante”, destaca más vigorosa que antes, “como una joya perversa sobre un fondo de terciopelo negro”.

La migraña es primero “un chispazo, un breve y silencioso estallido”. Luego dos y luego una multitud de chispazos, “que por sí misma se ordena, organizando su simetría, creando su ley”. Acá, para complicar la metáfora –¿o ‘multitud de chispazos’ es descripción literal?: puede ser–, el narrador agrega: “como esas centellas de sol que se posan en la superficie temblorosa de un lago y que desaparecen al mismo tiempo que otras nacen, también breves y efímeras, un poco más allá o más acá”. ¿Y estas centellas de sol qué forman? “Un laberinto movedizo y anárquico”, aunque, bien vistas, forman “un dibujo preciso, que es el reflejo del sol sobre la superficie temblorosa, sí, pero bien delimitada, de manera que nos decimos: Ahí está el lago con su agua inquieta, y ahí está el sol dibujando, con sus mil efímeras centellas, esa efímera inquietud.”

Centellas de sol que dan sobre un lago, un lago que refleja esas centellas, un laberinto movedizo que se torna un dibujo definido: el sol sobre el lago. Más cuando el poeta ha llegado a la sorprendente precisión de su imagen debe arrepentirse –repito: La migraña está hecha de arrepentimientos, de vueltas sobre sí–: no, la migraña no es ese dibujo, porque en ella “no hay lugar para sensaciones de placidez”. La migraña es “sólida y líquida, firme y movediza”, “una corriente maciza de metal derretido”, que “interminablemente cae haciendo un zig-zag todo erizado de ángulos agudos”, es “una estructura bellísima”, sí, y sus breves chispazos forman un dibujo, “pero ¡con qué determinación, con qué violencia, con qué saña!” Lo que la migraña produce es terror.

Thursday, 15 August 2013

AA (2010)

He leído en estos días, lleno de envidia, varios testimonios de quienes fueron sus amigos; con todavía más envidia, los de sus alumnos. Mi experiencia con Antonio Alatorre, la persona, ese curioso hecho físico de carne, huesos, sangre y agua, es exactamente computable en cero. Pero no con Antonio Alatorre, la voz, ese sorprendente hecho de tinta sobre papel, una voz impaciente con lo ininteligible, maravillada con lo raro, con lo inútil –y con el retoño de la rareza y la inutilidad: la poesía. Ahí puedo decir que les voy ganando a muchos. (Puedo decirlo aunque no sea verdad, aunque lo diga para hacerme una ilusión intransferible e intachable.)

Alatorre no te enseña a amar la poesía: te enseña a leer. Con paciencia, con la mente y la memoria de veras abiertas. Por ejemplo: en este verso de Góngora: “En tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada” –el último del soneto Mientras por competir con tu cabello, escrito en 1582–, Alatorre enseña a leer a Cervantes y su soneto a Sancho Panza, que termina así: “¡Cómo pasáis con prometer descanso, / y al fin paráis en sombra, en humo, en sueño!”, al “antigonorino” Faria e Sousa y el remate de su soneto Esto, que pronta la razón advierte: “¿Esto es frente que ha sido coronada?/ ¿Esto fue mano de jazmín vestida?/ ¡Oh vida! ¡oh sueño! ¡oh sombra! ¡oh punto! ¡oh nada!” Pero también a Philip Larkin, que en un poema se detiene ante una iglesia, “donde ya no hay culto porque la gente ya no cree”, y ¿qué es lo que queda? algo de superstición, y “Grass, weedy pavement brambles, buttress, sky...”; y al regiomontano Ramiro Garza, cuyo “poemita” Mañana (1989) dice:

Este escribir, Dios mío...
¡Qué vanidad tan breve y propagada!...
Total, mañana somos
(con todo y escribir)
tierra,
recuerdos,
nada.

Alatorre te enseña a despojarte de opiniones ajenas. Por ejemplo, de la esotérica lectura que Paz ejerció del Primero Sueño de sor Juana –publicada en Las trampas de la fe– para, sencillamente, leer el poema ejerciendo la propia y acaso ilimitada lucidez de uno mismo. En sus Cuatro ensayos sobre arte poética da gusto cómo desmonta los prejuicios propalados por los años o los siglos: de los romances de Juan de la Cruz dice, contra Dámaso Alonso, “para mí, son insufribles”; de los bailes de Quevedo, que “son mini-sainetes de tono chusco y rastrero”; de los autos de Calderón, que, salvo por su variedad métrica, son “ladrillos teológicos y exegéticos”. Tal vez lo son, tal vez no. La candidez de la voz de Alatorre te previene: no te fíes, duda. (Alatorre tiene un artículo “Contra la superstición”, Letras Libres, jul-01.)

Alatorre te enseña el solaz de lo extraño, lo frívolo. Ensayos como “Palíndromos y retrógrados”, “Consonantes forzados” (por ejemplo: el poema de Othón en ac, ec, ic, oc); notas como la que está al pie de la página 135 de su historia del español y que habla del Arte cisoria del nigromante Enrique de Villena (1384-1434), que enseña el ‘arte de cortar’ con diferentes cuchillos las diferentes carnes. Agrega Alatorre: “A un moderno le parecerá pueril escribir sobre eso… Pero ¿dónde está el límite entre lo serio y lo frívolo…?” Ese límite, claramente, existe nada más que en nuestro prejuicioso cerebro. Alatorre, claramente, sintió el mismo interés por las corrientes más profundas de la poesía que por sus destellos más superficiales: la profundidad le pudo parecer superficial; halló hondura en la superficie.


Mi experiencia con Antonio Alatorre, ese hecho físico que terminó el 22 de octubre de 2010, es idéntica a cero. Pero mi copia de Cuatro ensayos sobre arte poética está llena de papelitos, anotaciones, correcciones, que una vez juré iba a transcribir a una carta y a llevar a su casa algún día, acaso con un soneto en x que una vez le escribí, en broma. Me iba a acompañar mi padre. La gravedad –la vida que dios nos quita– me lo impidió. Ni modo.

Thursday, 4 July 2013

a través de un vidrio oscuro

I
Lo verdaderamente difícil es no sentir, cuando menos una vez, que esto no es la vida sino el sueño. Acaso a eso se refiere Pablo en ese arcano y famoso pasaje (1 Corintios 13:12): “Ahora vemos por espejo, en obscuridad; mas entonces veremos cara á cara: ahora conozco en parte; mas entonces conoceré como soy conocido”: ¿un día nos vamos a despertar? Pablo escribió a mediados del primer siglo. 300 o 400 años antes Sócrates se preguntaba: “¿Cómo saber si en este momento estamos dormidos y todos nuestros pensamientos son parte de un sueño; o si estamos despiertos y dialogamos en la vigilia?” El pobre Teeteto le tiene que contestar: “Es imposible saberlo.” También en el siglo IV aC –que, cósmicamente, es ahora mismo–, pero con una agudeza poética mucho más afinada, Chuang Tzu escribió: “Una vez yo, Chuang Tzu, soñé que era una mariposa y que era feliz como mariposa; sabía de mi contento y no sabía que era Tzu. Entonces desperté y era yo, Tzu. Mas no sé si era Chuang Tzu que había soñado ser mariposa o la mariposa que soñaba que era Tzu.” En las cortes austriacas y alemanas del siglo XIII encontramos esa dislocación como un lamento de fin del tiempo: Owê war sint verswunden alliu mîniu jâr! / ist mir mîn leben getroumet, oder ist ez war?, dice Walter von der Vogelweide, o, en traducción como cantada por Rocío Dúrcal, “Cómo han pasado los años, / ¿es que he soñado la vida?” y Hartmann von Aue, en el Iwein (ca.1203), también quiebra la voz: Ist mir getroumet mîn leben? / ode wer hât mich her gegeben / sô rehte ungetânen, ¿es que he soñado la vida?, ¿quién me ha traído hasta aquí?

A Borges le fascinaba el problema. He aquí un ejemplo poco conocido. En febrero de 1937 escribió: “Una mujer deploró, en el atardecer, que no pudiéramos compartir nuestros sueños: ‘Qué lindo soñar que uno recorre un laberinto en Egipto con tal persona, y aludir a ese sueño el día después, y que ella lo recuerda, y que se haya fijado en un hecho que nosotros no vimos, y que sirve tal vez para explicar una de las cosas del sueño o para que resulte más raro’. Yo elogié ese deseo tan elegante, y hablamos de la competencia que harían esos sueños de dos actores, o acaso dos mil, con la realidad. (Sólo más adelante recordé que ya existen los sueños compartidos, que son, precisamente, la realidad.)”

La idea, casi exactamente, se iba a colar a su poemario El otro, el mismo, en el soneto que comienza: “Entra la luz y asciendo torpemente / de los sueños al sueño compartido”. Tal vez más memorable, y sin duda más recordado, es el asunto central de un cuento, “Las ruinas circulares” –escrito en “ocho o nueve días”, dice JLB, un tiempo en que todo “me parecía irreal”, salvo “el cuento que soñaba, el cuento que vivía entonces”–, que es la historia de un hombre que quería soñar a otro hombre “con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad” y que comprende, en el último instante, que él mismo es una apariencia, “que otro estaba soñándolo”.

 “Las ruinas circulares” tiene un epígrafe de A través del espejo de Carroll, que acaso nunca supo si velaba o dormía. El final del poema final de ese libro dice: “Ever drifting down the stream— / Lingering in the golden gleam— / Life, what is it but a dream?”, y el inicio del poema inicial de Sylvie & Bruno va así: “Is all our Life, then, but a dream / Seen faintly in the golden gleam / Athwart Time’s dark resistless stream?” Para Carroll en esta duda hay también un principio de pesadilla. En el capítulo IV del Espejo, Alicia, Tweedledum y Tweedledee encuentran, dormido y roncando, al Rey Rojo. “A que no sabes qué está soñando”, dice Tweedledee, y Alicia: “¡Nadie puede saber!” “¡Pues si te está sonando a ti!”, exclama Dee aplaudiendo su triunfo. “Y si dejara de soñar contigo, ¿qué crees que te pasaría?”; y Alicia: “Pues que seguiría aquí tan tranquila, claro”. “¡Brincos dieras!”, concluye, pavorosamente, “Si este Rey se nos despertara tú te apagarías, ¡zas!, como una vela”.

II
Anoche soñé que Jota y yo íbamos a mi casa con intenciones de coger. En el taxi me acariciaba por encima del pantalón y en las escaleras me mamaba el pito. Cuando entrábamos ella se iba a la cama y yo al refri por vino. Luego me daba la vuelta y Jota estaba parada frente a mí, palidísima. Me decía: Hay alguien en tu cama. Entonces íbamos juntos al cuarto. Acostado en la semioscuridad, vestido con un abrigo grueso que le quedaba demasiado chico, estaba un hombre. Era gordo del cuello, casi deforme; olía mal. Dormía un sueño intranquilo: respiraba rápidamente, arrastraba palabras en un idioma que no sé, se movía: estaba teniendo una pesadilla. Con terror me di cuenta de que mi perra no había salido a saludarnos, que no estaba en la casa o estaba muerta. Iba a moverme pero Jota me decía con la voz rota: No lo despiertes, por favor no lo despiertes, ¡te está soñando a ti! Entonces, tal vez, me desperté.

Wednesday, 23 November 2011

soneto del cabrito

Voy a cantar la loa del cabrito,
cantar pierna, paleta y riñonada
(con esa entraña que es joya enterrada
y vive entre la realidad y el mito).

Voy a cantar con todo mi apetito
una canción de amor desesperada:
Bestiecilla al pastor o bestia asada,
cabrito al horno y hasta cabro frito,

alzo por ti este breve monumento,
por tu piel en que brilla algo ambarino,
por tu carne perfecta y que no muda.

Tierno cabrito, piénsote en mi cruda:
no faltes –ya lo dijo el argentino
a mis labios en el postrer momento.

Friday, 15 July 2011

una canción francesa (qué bueno ser señorita)

Qué bueno ser señorita,
cuando sale aquella estrella
y ya cae la noche plena,
pues acá en esta camita:

me chupan la golosina,
me acarician el salmón,
me almidonan la camisa,
y me pican el bombón;

me friccionan la península,
me rellenan el salón,
me repulen la joyita
y me pelan el melón;

me aperturan el chiquillo,
me recubren el terrón,
me resoplan el fundillo
y me dan la picazón;

me atiborran la cereza,
me varean la colación,
me alimentan con certeza
y me yelan el tizón;

me estiran el langostino,
me recortan el vellón,
curan mis labios partidos
y me toca recargón;

me frotan el cascanueces,
me apapachan el calzón
o me miden el aceite
y me hieren el chupón;

me cabalgan la panela,
me aproximan camarón,
vuela ya la pantaleta
y comiendo qu’es ostión...

Y si pregunta la gente:
“¿Pero qué haces tú de día?”,
yo contesto simplemente:
“De día cojo, ¿qué creías?”

original: acá

Wednesday, 13 July 2011

el ejército mexicano toma nueva york

He aquí una excelente noticia: en Nueva York –la ciudad más emocionante del mundo (si no me crees, pregúntale a un neoyorquino)– nos ven como una fuente inagotable de placer. Las fuerzas armadas mexicanas, provenientes principalmente de Puebla, ocupan estratégicos puestos clave en la guerra más ardua: la de la efímera dicha del servicio restaurantero. Con la frente en alto o cabizbajos, susurrando mentadas incomprensibles para el gringo promedio o alzando la voz al llamarlo a recoger su bendita orden, extendiendo sobre sus piernas la servilleta o detrás de la línea de fuego de la que saldrá esa ponderable cheeseburger, los ultraeficaces soldados del ejército mexicano están comandando la distribución de esa felicidad que en español llamamos comida, alimento, vianda, puchero, condumio, manduca, y en inglés food, chow, eats, bite, foodstuff.

El sexto capítulo de The Nasty Bits, libro de 2006 de Tony Bourdain –¿hay algún neoyorquino más placentero que este mediano cocinero y gran escritor? Lo dudo–, empieza con una serie de preguntas. “Seamos dolorosamente honestos –dice–: ¿quién está cocinando? ¿Quién es la espina dorsal del negocio restaurantero gringo? ¿Quién cerraría con su partida casi todos los buenos restaurantes, antros, centros de banquetes de las grandes ciudades de Estados Unidos? ¿De quién es la sangre y el sudor que permiten que cocineruchos blancos como yo vayan por el mundo y hagan programas de tele, libros horrendos, artículos intragables? ¿Quiénes, libra a libra, son los mejores cocineros italianos y franceses de Nueva York?” Y culmina: “Si eres chef, si eres gerente o dueño, ya sabes la respuesta: los mexicanos.” Una verdad. Una ostentosa verdad.

Acaso argüirás, entonces, que hay una inclinación neoyorquina por ver a los mexicanos como instrumentos (en el peor de los casos) o como agentes (en el mejor) mas no como legítimos creadores de comestible placer. He aquí otra excelente noticia: te equivocas. El agua de horchata (¡1 dólar nomás!) de Super Taco, en la esquina de la 96 y Broadway, ha sido llamada por Serious Eats “la mejor bebida de todos los tiempos” (7.8.2008); El Rey del Sabor, el sensacional camioncito de Rosa y Vilio Cardoso (tiene tres locaciones, todas en Midtown), quedó finalista este año en los Vendy Awards a la mejor comida callejera; la tortillería Nixtamal de Queens ha recibido elogios desmedidos del supuestamente imperturbable New York Times (7.21.2009), de New York Magazine (7.20.2009) y Time Out (1.19.2010); los restaurantes mexicanos El Paso, Taco Taco, Mesa Coyoacán y el revolucionario Hecho en Dumbo están en la lista de recomendaciones BIB Gourmand de la esotérica guía roja Michelin de este año; los tacos Calexico Carne Asada le han cambiado la cara y los antojos a los vecinos de Park Slope, Brooklyn, la “mejor colonia para vivir en Nueva York”, según un estudio del experto en estadística Nate Silver (New York Magazine, 4.11.2010).

Inútil prodigar más ejemplos. Los mexicanos imaginan alguna de la mejor comida neoyorquina –principio de cualquier noche placentera–, la cocinan, la colocan en el plato, la llevan a la mesa, la recogen de la mesa. El neoyorquino conoce o intuye su curiosa dependencia de ese mexicano: el mexicano es la parte indispensable de esa satisfacción.

(Alguien más perspicaz que yo, con estos mismos elementos, podría pensar: el mexicano es el siervo del neoyorquino adinerado; es un tornillo más de la maquinaria comestible; el campo mexicano es el patio trasero de los elevados apartamentos del Upper East Side. Acaso estaría en lo correcto. Yo, hoy nada más, porque estoy de muy buen humor, elijo decir que no es así.)

Aparecido originalmente en Gente, dic 2010

Friday, 24 June 2011

celebración de the onion


[denle el Pulitzer]


¿Cómo decirlo sin sonar hiperbólico? A ver si así: The Onion es el mejor periódico publicado en el mundo en este momento. Éstos son, como siempre, días difíciles para la prensa atrevida. Y sin embargo The Onion se sale inevitablemente con la suya. Lo fundaron Tim Keck y Christopher Johnson, jóvenes de la universidad de Wisconsin-Madison, en 1988. (En 1989 se lo vendieron a su editor en jefe, Scott Dikkers, y al gerente de ventas de publicidad, Peter Haise.) De Dios para abajo, no hay un tema que The Onion no se atreva a tocar, y lo hace con un humor que desconoce totalmente los límites del buen gusto, del respeto al prójimo. Suele reportar hechos ficticios pero eso es lo de menos: verdadera es la agudeza, verdadero el ingenio.

Su cobertura de México suele ser puntualísima. El 6 de julio de 2009, por ejemplo, anunció: “México construye muralla en su frontera para alejar gringos imbéciles”: es falso el hecho, verdadero es el oprobio. El 7 de diciembre, 2009: “La DEA recluta a Lil Wayne para consumir toda la droga producida en México”: verdadera es la cantidad de mierda producida orgullosamente por acá. ¿Puede sorprender que el 20 de septiembre del año pasado encabezara: “Mexico, killed in drug deal”, que el 23 de junio, 2001, encabezaran: “Reporter spends month undercover in mass grave"en “San Fernando, México”, o que en su momento publicara un editorial firmado por Vicente Fox (07.09.2005), en que éste se dirigía a los pueblos hermanos de Estados Unidos y México y les decía: “No tenemos nada que temer, salvo el Chupacabras”? Verdadera era la idiotez de ese cabrón, verdadero el chupacabras.

Dije: de Dios para abajo, pero, de hecho, el intercambio de Dios y sus creaturas es uno de los asuntos centrales del reporteo The Onion. El periódico ha hecho sorprendentemente compatibles la existencia del Mal en el mundo y la de Dios. (Ver The Onion and Philosphy, Open Court, 2010.) El 8 de noviembre de 2008 publicó esta noticia: “Dios regresa de vacaciones de dos mil años”; el 18 de octubre de 2000, un reportaje en que Dios declaraba no haber pensado en la tierra “desde hace siglos”, el título era: “Dios se pregunta qué fue del planeta donde había puesto unos changuitos”. Dios es ineficaz: “Dios llega tarde a boda” (11.12.2002); taimado: “Israelitas demandan a Dios por violación de la Alianza” (23.02.2000); enfermo: “Dios, diagnosticado de bipolaridad” (02.05.2001). Verdaderos, cósmicamente verdaderos, son los errores y la negligencia de Dios.

El día a día de The Onion es salvajemente divertido. El 7 de diciembre pasado, un día antes del aniversario treinta del asesinato de Lennon, reportó: “Crece anticipación por la futura muerte de Paul McCartney”; el 3 de diciembre, hablando de transparencia, encabezó: “El Pentágono mantiene en secreto su presupuesto por respeto a la familia americana”; el primero de diciembre publicó una nota que decía: “El Gobierno de Estados Unidos ha considerado la filtración de documentos por Wikileaks ‘la gota que derramó el vaso’ y ha decidido despedir a Julian Assange de su puesto como Director de Tecnologías de Información del Pentágono”. Los hechos son falsos, verdaderas la miopía y la ineficacia.

The Onion es el bufón de la corte y su corte, venturosamente, es el mundo. En el cuento Emma Zunz, de Borges, la protagonista asesina a un hombre e inventa una historia que la exculpa de ese asesinato. Su último párrafo podría perfectamente aplicarse a las historias de The Onion. Dice así: “La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.”

[aparecido en enero, en Vértigo/Info 7]



[extra: bebé con SIDA le da la manita a un reportero de The Onion]