Primera aproximación
Vamos a acercarnos poco a poco a La migraña, novela póstuma del filólogo
Antonio Alatorre (1922-2010), que el FCE publicó hace unos meses. Es una novela
corta e inconclusa, 82 páginas, pero honda: se diría que desciende más que “avanza”, que se queda fija en el instante y baja
estantes imaginarios de ese instante, explorándolos con una curiosidad
incluyente y casi sin fin, como si un niño inteligentísimo explorara un librero
de arriba abajo. El símil no es perfecto, ni de lejos, pero algo quedará: la voz
de La migraña sí va preguntándose por
qué, cómo, por qué, cómo, como un niño pregunta ¿y por qué? insistentemente; a
diferencia del niño, la voz busca respuestas dentro de sí misma: en su
“percepción”. (Bono: estantes son,
etimológicamente, cosas que están;
acepción 3 del DRAE: ‘adj. desus. Que está presente o permanente en un lugar.’ Lo
estante es característico de esta
novela.)
Vamos a leer, cuestión de espacio, hasta
la primera aparición de la migraña:
22 páginas hacia adentro de la novela.
Guillermo, editor de una revista en el Colegio, se recuesta en su jardín tras
haber empezado a leer un artículo sobre un libro de Roberto Arlt; el sol le
golpea la cara y él se cubre con el brazo. (“Vaga imagen homérica: guerrero
caído, sobre el cual el rubicundo Apolo lanza una tras otra sus agudas saetas,
contra las cuales nada puede el escudo.”) Celia sale al jardín y le ofrece un
gin and tonic. Él decide ponerse a escribir.
Es un principio de dilación: un escribir
para ir dándose un espacio para escribir. Emparentadas con el Ceremonial del moroso de Tomás Segovia,
estas primeras páginas detienen el instante y se vuelven sobre él. “No me lanzo
a contarlo –escribe Alatorre–, sino que antes de contarlo (y durante la
narración misma; lo sé, aunque en este momento siento que el comienzo está
todavía lejos) necesito hablar del momento actual…” Atravesada de paréntesis,
de revoluciones sobre sí, de arrepentimientos –“me dan envidia… en realidad no
sé si me dan envidia”, “esto depende del lector, o más bien depende de mí”,
“no, mejor no”–, es una prosa dilatada: morosa. ¿Recuerdan los versos iniciales
del Ceremonial? “Empiezo posponiendo/
Empiezo por la pura suspensión/ Por no querer saber cómo empezar.”
No invoco poesía en vano. Estas páginas
son, conscientemente, una búsqueda poética. “¿No fue un caso de ‘posesión’, de
‘rapto poético’?”, se pregunta el protagonista sobre su “momento”. También son
poéticas en un sentido, digamos, subgenérico. Pertenecen a una tradición en que
el poeta, estante, se mete dentro de sí mismo en busca de un instante. El
ejemplo más a la mano es Piedra de sol:
“y prosigo sin cuerpo, busco a tientas,/ corredores sin fin de la memoria,/[…] busco
sin encontrar, busco un instante”.
También son poéticas en que su prosa está tan labrada que de pronto se despeña o se encumbra en verso. Por ejemplo, en este decasílabo melódico puro: “la inocente amiba cristalina”; en este endecasílabo también melódico puro: “un zig-zag anguloso y rapidísimo”; en este dactílico: “una invasión poderosa y terrible”, o en este alejandrino (heroico puro doble): “hilera vertical de dientes puntiagudos”. Además de versos son imágenes hipernítidas: poesía.
También son poéticas en que su prosa está tan labrada que de pronto se despeña o se encumbra en verso. Por ejemplo, en este decasílabo melódico puro: “la inocente amiba cristalina”; en este endecasílabo también melódico puro: “un zig-zag anguloso y rapidísimo”; en este dactílico: “una invasión poderosa y terrible”, o en este alejandrino (heroico puro doble): “hilera vertical de dientes puntiagudos”. Además de versos son imágenes hipernítidas: poesía.
Segunda aproximación
Antonio
Alatorre: cazador de metáforas. Perseguidor de
símiles, apresador de imágenes. En su incansable búsqueda de la definición
precisa de unas cuantas cosas, La migraña
puede verse, también, como un refinadísimo y profundísimo catálogo de metáforas
y otros artefactos verbales. (No digo “incansable” nomás por decirlo; el libro
en verdad nunca termina.) En eso puede asemejarse a un texto favorito de
Alatorre: el “papelillo que llaman El
Sueño”, de sor Juana.
El diccionario de la Academia dice que
‘migraña’ –“del latín hemicranĭa, y este del griego ἡμικρανία”–
es ‘jaqueca’, así nomás, y que ‘jaqueca’ es una ‘cefalea recurrente e intensa,
localizada en un lado de la cabeza y relacionada con alteraciones vasculares
del cerebro’. Y eso probablemente sea cierto en el mundo, este mundo de fierro
que compartimos. Pero no en el mundo del poeta. La ‘migraña’, para el cazador
de metáforas, es “una invasión poderosa y terrible, una dentellada reluciente
azul y amarilla”, es “un desgarramiento obstinado, hecho de una como corriente
impetuosa de mercurio”: “un chorro de azogue amarillo y azul, ribeteado a veces
de un hilillo de verde bilioso”. Está hecha de “un acero coloreado y
reluciente” y, pasado un momento de muecas y párpados apretados, la “malvada,
maldita, maléfica migraña, rayo vivo y palpitante”, destaca más vigorosa que
antes, “como una joya perversa sobre un fondo de terciopelo negro”.
La migraña es primero “un chispazo, un
breve y silencioso estallido”. Luego dos y luego una multitud de chispazos,
“que por sí misma se ordena, organizando su simetría, creando su ley”. Acá,
para complicar la metáfora –¿o ‘multitud de chispazos’ es descripción literal?: puede ser–, el narrador
agrega: “como esas centellas de sol que se posan en la superficie temblorosa de
un lago y que desaparecen al mismo tiempo que otras nacen, también breves y
efímeras, un poco más allá o más acá”. ¿Y estas centellas de sol qué forman?
“Un laberinto movedizo y anárquico”, aunque, bien vistas, forman “un dibujo
preciso, que es el reflejo del sol sobre la superficie temblorosa, sí, pero
bien delimitada, de manera que nos decimos: Ahí
está el lago con su agua inquieta, y ahí está el sol dibujando, con sus mil
efímeras centellas, esa efímera inquietud.”
Centellas de sol que dan sobre un lago,
un lago que refleja esas centellas, un laberinto movedizo que se torna un
dibujo definido: el sol sobre el lago. Más cuando el poeta ha llegado a la
sorprendente precisión de su imagen debe arrepentirse –repito: La migraña está hecha de
arrepentimientos, de vueltas sobre sí–: no, la migraña no es ese dibujo, porque
en ella “no hay lugar para sensaciones de placidez”. La migraña es “sólida y
líquida, firme y movediza”, “una corriente maciza de metal derretido”, que
“interminablemente cae haciendo un zig-zag todo erizado de ángulos agudos”, es
“una estructura bellísima”, sí, y sus breves chispazos forman un dibujo, “pero
¡con qué determinación, con qué violencia, con qué saña!” Lo que la migraña produce es terror.